El presente que vivimos es la consecuencia de las decisiones que tomamos, o dejamos de tomar, en el pasado. El presente no tiene remedio. Lo que tiene remedio es el futuro, porque el futuro que viviremos es la consecuencia de las decisiones que estamos tomando, o dejando de tomar, ahora.
Construir el futuro es muy distinto de gestionar el presente. Construir el futuro requiere de empatía, de visión, de entusiasmo y de capacidad de entusiasmar. Son éstos los rasgos que definen a los líderes. Lo han dejado claro los estudios de Bennis, de Kotter y de tantos otros clásicos.
Construir el futuro no es evidente, requiere mirar más allá del corto plazo, aun cuando ese corto plazo esté tan omnipresente que apenas si deja mirar más allá. Construir el futuro es difícil porque exige renuncias ahora en favor de unos beneficios que sólo vendrán en el largo plazo y que quizás beneficien a otros más que a nosotros mismos. Quizás sean nuestros hijos. Construir el futuro es arriesgado porque los caminos no son obvios, hay que explorarlos, son caminos inhóspitos, exigentes para el pionero, requieren perseverancia y trabajo duro y rigor intelectual. Son lo que Justo Nieto denomina con singular y descriptivo acierto, caminos de grandeza.
Frente a esos caminos de grandeza se postulan a veces soluciones rápidas, parches que palian el dolor de hoy, pero no combaten una enfermedad que resurgirá de nuevo con fuerza más adelante. “No hay líderes como los de antes” lamentaba un titular periodístico dedicado a la intervención en un evento reciente del ensayista Rüdiger Safranski.
El mundo de la educación es el ejemplo más claro de escenario en que se libra la guerra del futuro.
La recuperación económica en un país como el nuestro no será posible recurriendo a un modelo basado en actividades de baja cualificación. El crecimiento significativo sólo será posible con un cambio del modelo económico hacia actividades de mayor valor añadido, actividades necesariamente basadas en el conocimiento. Y si efectivamente ese despertar se produce, nos serán de poca utilidad las legiones de operarios poco cualificados, los obreros de la construcción, el personal sin estudios. Necesitaremos personas extraordinariamente formadas, capaces de competir en el mercado global con sus homólogos de países como el nuestro mediante su creatividad y su conocimiento. Formar esas personas requiere empezar a invertir hoy en su formación de base, combatiendo el fracaso escolar. Exige también aumentar la calidad y la utilidad de lo enseñado en nuestras universidades, sacándolas de paso de los niveles vergonzosos en que aparecen en los rankings internacionales. Más que eso, construir el futuro requiere convertir las universidades en lo que siempre debieron ser, entidades motoras del cambio, creadoras de oportunidades. Crear oportunidades no es sólo cuestión de conocimiento, que también, es cuestión de cambiar actitudes, de evolucionar hacia comportamientos más proactivos, más emprendedores.
Hemos oído mucho todo esto, palabras que suenan como bálsamo reparador, pero las decisiones, los hechos, parecen apuntar en ocasiones en otras direcciones. O no.
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