Es innato al ser humano el intento por mejorar sus condiciones de vida. Es una característica legítima y encomiable que forma parte de su naturaleza. En busca de ese desarrollo, la Humanidad ha movilizado a lo largo de la Historia su inmensa capacidad intelectual, plasmada en tecnologías cada vez más poderosas. Las sucesivas civilizaciones se han organizado para poder avanzar más rápido, construyendo un sistema económico de una eficiencia aparentemente incontestable, capaz de desplegar sinergias poderosas a partir del conocimiento generado por las generaciones anteriores. El éxito es innegable, si contemplamos las condiciones en que viven hoy las sociedades más desarrolladas.
No obstante, tras siglos de desarrollo, algunas realidades menos positivas se obstinan en emerger. Podemos estructurar esas realidades en dos grandes ámbitos, el medioambiental y el social. El primero de estos ámbitos hace referencia al planeta en que vivimos, y al efecto que ese desarrollo supuestamente eficaz está provocando en el mismo. El segundo de esos ámbitos, el social, se refiere al desigual reparto entre las personas de los beneficios generados por ese desarrollo.
El desarrollo económico ha minusvalorado tradicionalmente, cuando no ignorado, sus efectos sobre el medio ambiente. Estos efectos se sacan directamente de la omnipresente ecuación del beneficio, aquella que intenta maximizar la diferencia entre el valor creado y los costes asumidos. La perspectiva suele ser estrecha, limitada a las personas encuadradas en la entidad que acomete la acción económica, ya sea ésta una empresa, un estado u otro tipo de organización o comunidad. La teoría económica bautizó estos efectos negativos sobre el planeta con un revelador externalidades, es decir, algo ajeno al ente económico. Los agentes económicos extraen así recursos de la naturaleza y los transforman mediante procesos que van dejando un rastro cada vez más presente de residuos sólidos, líquidos y gaseosos, un rastro que ahora sabemos hará imposible la vida en el planeta a medio o largo plazo. La mejora de las condiciones de vida actuales se hace en detrimento de las condiciones de vida de las generaciones futuras, de nuestros hijos, hijas, nietos, nietas, …
La creación de valor en el sistema económico tradicional externaliza también su impacto en personas que no forman parte de las entidades económicas, e incluso en personas que, formando parte de esas entidades económicas, no forman parte de las minorías que toman las decisiones relevantes. Cuando se ayuda por ejemplo a otros estados a acometer su propio desarrollo se hace a costa de hipotecar a éstos con una deuda desmedida que tendrán que soportar las generaciones futuras de esos estados supuestamente ayudados. Es más, el sistema económico tradicional crea valor de manera tan desigual, que muchos de los que han colaborado en esa creación de riqueza reciben muy poco a cambio, dando lugar a trabajadores pobres que viven en países supuestamente ricos.
El sistema económico tradicional genera en resumen desigualdades crecientes entre estados, entre las personas que viven dentro de un mismo estado y entre las personas que viven hoy y las que vivirán mañana en un futuro incierto. Este diagnóstico se recogía ya en un revelador análisis auspiciado por la Organización de las Naciones Unidas en 1987. Se alertaba en él de los peligros próximos y lejanos en el tiempo de esta forma de vida irresponsable. ¿Qué ha ocurrido en estos más de treinta años? Lo que ha ocurrido es que ese futuro lúgubre empieza a hacerse cada vez más presente. Las catástrofes naturales se agolpan y ponen de manifiesto que ya nada está a salvo. Hasta los ricos de los países ricos afrontan ya las inclemencias del cambio climático, o pandemias debidas en gran medida a la pérdida del equilibrio en los ecosistemas naturales.
Surge la necesidad de un nuevo paradigma, uno que no sólo atienda a la sostenibilidad financiera de las entidades económicas. Un paradigma que atienda también a la sostenibilidad del planeta, es decir, a la sostenibilidad medioambiental, y un paradigma que distribuya el valor creado de manera justa, es decir, que atienda a la sostenibilidad social.
Desarrollo sostenible es aquel que atiende a las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para atender las suyas. El desarrollo sostenible, más que un estado armonioso al que aproximarse, es un proceso de cambio en el que se intentan hacer consistentes las necesidades actuales y las futuras a la hora de tomar decisiones relacionadas con la explotación de los recursos naturales, el desarrollo tecnológico, la orientación de las inversiones, los cambios organizativos, etc. Desarrollo sostenible implica, ineludiblemente, esa triple dimensión: sostenibilidad económica, sostenibilidad medioambiental y sostenibilidad social. Los tres ámbitos están estrechamente relacionados. Enfocar en la primera (económica), ignorando las otras dos, es lo que nos ha traído hasta aquí. Es el momento de enfocar en las otras dos, y es el momento porque el tiempo se acaba. No el nuestro, probablemente, pero sí el de nuestra descendencia.
(Este texto forma parte de Construyendo empresas sostenibles, documento de inminente publicación por la Fundació Parc Científic de la Universitat de València. Si el lector desea ser informado de dicha publicación, le animo a que se suscriba a la Newsletter del PCUV en esta dirección: https://www.pcuv.es/es/suscripcion-newsletter).
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